¡Cuántas emociones!
Como aquella vez cuando tenían doce años, y fueron a robar
cerezas en la noche y les pillaron. Todos salieron corriendo y saltando la
tapia, pero Elisa y Jesús se quedaron escondidos tras la puerta, uno frente al
otro tan pegados, que sus cuerpos tomaron conciencia uno del otro, que sus
corazones latían a mil por hora, que ni siquiera al salir el dueño sin
encontrarles y cerrar la puerta, se separaron. Al alivio siguió una sonrisa, a
la sonrisa una carcajada y a la carcajada un beso, efímero, inocente, apenas un
roce en los labios y Elisa salió corriendo. A Jesús se le quedó un rato la boca
abierta y la cara de sorpresa.
O como aquella vez de acampada cuando Jesús tenía ya 16 años,
solo en aquella tienda con Mireia, una chica de Barcelona , ¡cómo le
gustaba! Comenzaron con besos, se besaron hasta que les dolía la mandíbula, se
tocaron, con las sensaciones cargadas de hormonas y adrenalina de la
adolescencia, piel suave por aquí, que duro está esto por allá, el corazón
desbocado, pasión desenfrenada, besos, caricias explosión de sensaciones
todavía con sabor a nuevas.
O como ese año en que Jesús subió con Nieves a la azotea
cuando tenían 22 años, para ver los fuegos artificiales, y ebrios de cerveza y
alegría, no vieron nada, porque les entró la prisa, y el morbo de la azotea,
hizo que se arrancaran la ropa uno a otro haciendo saltar los botones de la
camisa, rasgando ropa y tirándola por ahí, se besaron con ardor y desenfreno,
para terminar haciendo el amor de pie allí mismo, sin tocar el suelo ella,
amarrada con las piernas a su cintura, y el tieso en el suelo, pura fuerza y
resistencia, lo que no pudo repetir nunca más.
O unos años después, aquella vez, ya casado con Nieves,
cuando ésta acaba de dar a luz a los gemelos, ese beso cargado de amor y
ternura, de agradecimiento por la carga del embarazo y el parto, ese beso
mientras se miraban con los ojos cargados de emoción, al borde de las lágrimas.
O aquel beso que le dio en la cocina sorprendiéndole después
de varios años de rutina, ofuscado porque había estado obsesionado con aquella
compañera exuberante de piernas largas y busto generoso, que tanto le tentaba,
a pesar de que era muy joven para él. Hizo bien en no caer en la tentación,
porque ese día en la cocina, los besos fueron otra vez ardientes, y retornó el
amor adormecido durante el matrimonio.
O aquella vez que Nieves estuvo enferma, y cuando salió del
hospital, la estuvo besando durante horas, acariciando con ternura y
delicadeza, cogiendo su cara entre las manos, tocando con suavidad sus orejas,
pasando por su frente, sus mejillas, parando en sus labios y recorriendo cada
dedo de su mano, subiendo por la cara interna de los brazos para regresar a los
labios ¡cómo la quería aquel día!
O aquella vez, solos en aquel hotel, cuando bajaron a la
piscina a media noche y aprovecharon cada rincón de la piscina para besarse,
acariciarse y hacer el amor, esos besos con sabor a cloro, los labios húmedos y entumecidos por
el frío de la noche, como revivían con la calidez de los labios del otro.
Y este último… Jesús postrado en la cama del hospital, ya tan
anciano, apenas consciente solo para sí mismo, pues llevaba días sin hablar,
aunque oía todo a su alrededor. El miedo asomando por la puerta ante la certeza
de la muerte cercana. Como se sentía caer en el abismo cada vez que Nieves le
soltaba las manos, y como sentía volver cuando de nuevo le cogía la mano… y ese
último beso de Nieves, creyendo ella que Jesús ni se enteraría… con suavidad le
besó, un beso cálido, tan emocionante a pesar de las arrugas de los dos, con
sabor a las lágrimas que bajaban surcando arrugas desde los ojos de la mujer de
su vida…
Y entre ese momento de oscuridad que hubo
entre que cerró los ojos para siempre y apareció la luz blanca. Jesús decidió,
que los mejores besos de su vida fueron el primero y el último… sobre todo el
último.
·
Odio
los besos absurdos que no significan nada. Prefiero dar esos pocos a los que
pongo una historia y un recuerdo.