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miércoles, 8 de agosto de 2012

BESOS


¡Cuántas emociones!

Como aquella vez cuando tenían doce años, y fueron a robar cerezas en la noche y les pillaron. Todos salieron corriendo y saltando la tapia, pero Elisa y Jesús se quedaron escondidos tras la puerta, uno frente al otro tan pegados, que sus cuerpos tomaron conciencia uno del otro, que sus corazones latían a mil por hora, que ni siquiera al salir el dueño sin encontrarles y cerrar la puerta, se separaron. Al alivio siguió una sonrisa, a la sonrisa una carcajada y a la carcajada un beso, efímero, inocente, apenas un roce en los labios y Elisa salió corriendo. A Jesús se le quedó un rato la boca abierta y la cara de sorpresa.
    O como aquella vez de acampada cuando Jesús tenía ya 16 años, solo en aquella tienda con Mireia, una chica de Barcelona , ¡cómo le gustaba! Comenzaron con besos, se besaron hasta que les dolía la mandíbula, se tocaron, con las sensaciones cargadas de hormonas y adrenalina de la adolescencia, piel suave por aquí, que duro está esto por allá, el corazón desbocado, pasión desenfrenada, besos, caricias explosión de sensaciones todavía con sabor a nuevas.

O como ese año en que Jesús subió con Nieves a la azotea cuando tenían 22 años, para ver los fuegos artificiales, y ebrios de cerveza y alegría, no vieron nada, porque les entró la prisa, y el morbo de la azotea, hizo que se arrancaran la ropa uno a otro haciendo saltar los botones de la camisa, rasgando ropa y tirándola por ahí, se besaron con ardor y desenfreno, para terminar haciendo el amor de pie allí mismo, sin tocar el suelo ella, amarrada con las piernas a su cintura, y el tieso en el suelo, pura fuerza y resistencia, lo que no pudo repetir nunca más.

O unos años después, aquella vez, ya casado con Nieves, cuando ésta acaba de dar a luz a los gemelos, ese beso cargado de amor y ternura, de agradecimiento por la carga del embarazo y el parto, ese beso mientras se miraban con los ojos cargados de emoción, al borde de las lágrimas.

O aquel beso que le dio en la cocina sorprendiéndole después de varios años de rutina, ofuscado porque había estado obsesionado con aquella compañera exuberante de piernas largas y busto generoso, que tanto le tentaba, a pesar de que era muy joven para él. Hizo bien en no caer en la tentación, porque ese día en la cocina, los besos fueron otra vez ardientes, y retornó el amor adormecido durante el matrimonio.

O aquella vez que Nieves estuvo enferma, y cuando salió del hospital, la estuvo besando durante horas, acariciando con ternura y delicadeza, cogiendo su cara entre las manos, tocando con suavidad sus orejas, pasando por su frente, sus mejillas, parando en sus labios y recorriendo cada dedo de su mano, subiendo por la cara interna de los brazos para regresar a los labios ¡cómo la quería aquel día!

O aquella vez, solos en aquel hotel, cuando bajaron a la piscina a media noche y aprovecharon cada rincón de la piscina para besarse, acariciarse y hacer el amor, esos besos con sabor  a cloro, los labios húmedos y entumecidos por el frío de la noche, como revivían con la calidez de los labios del otro.

Y este último… Jesús postrado en la cama del hospital, ya tan anciano, apenas consciente solo para sí mismo, pues llevaba días sin hablar, aunque oía todo a su alrededor. El miedo asomando por la puerta ante la certeza de la muerte cercana. Como se sentía caer en el abismo cada vez que Nieves le soltaba las manos, y como sentía volver cuando de nuevo le cogía la mano… y ese último beso de Nieves, creyendo ella que Jesús ni se enteraría… con suavidad le besó, un beso cálido, tan emocionante a pesar de las arrugas de los dos, con sabor a las lágrimas que bajaban surcando arrugas desde los ojos de la mujer de su vida…

Y entre ese momento de oscuridad que hubo entre que cerró los ojos para siempre y apareció la luz blanca. Jesús decidió, que los mejores besos de su vida fueron el primero y el último… sobre todo el último.

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Odio los besos absurdos que no significan nada. Prefiero dar esos pocos a los que pongo una historia y un recuerdo.