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domingo, 8 de septiembre de 2013

LA NOVELA DE MI VIDA.

Mi vida es igual que una novela, por todas las vicisitudes anormales que me han ido sucediendo.

De chico, siempre fuí un tanto tímido, y poco dado a heroicidades, más bien, todo lo contrario, temeroso y cobarde hasta la médula.

Con respecto al resto de los chicos del pueblo, toqué fondo a los 12 años. Esa tarde de verano, a la hora de la siesta, había sucedido una matanza. El pastor había dejado dormitando a sus ovejas en un claro del monte, como de costumbre, y a su regreso, se encontró a las ovejas desparramadas por doquier, otras mordidas y medio muertas, varias muertas por las dentelladas de los lobos, y otras asfixiadas en su huida al caer todas juntas en una carcaval.

Fue una de esas liadas de los lobos, que, de cuando en cuando se dejan llevar por un instinto que les perjudica, y que hace que sus defensores suframos por sus actos.

A alguno de mis amigos, se le ocurrió ir a echar un vistazo al atardecer, la idea no me gustaba, pero para no pasar por cobarde, acepté. 

Gran error.

Al llegar al lugar con otros tres amigos, la escena me impactó, los animales muertos, unos destripados, otros asfixiados... las huellas de la carnicería... Era el atardecer... de pronto se oyeron unos aullidos. Tal fue el espanto que sentí, que empecé a gimotear, expresando el miedo que sentíamos todos, solo que yo fuí el único cobarde que lloró y suplicó volver a casa...

Me pasé toda la noche asustado, porque en toda esa noche no se dejaron de oir los aullidos.

Este trance me marcó como cobarde de por vida.

Solo Mario parecía pasar por alto mi cobardía, y fue mi fiel amigo hasta que harto de la imagen de cobarde, decidí marchar del pueblo a los 16 años, y no regresé hasta los 24.

Curiosamente, seguían teniéndome por cobarde, aunque mi trotar por el mundo había cambiado mi temor por otra cosa.

Cuando regresé, no solo Mario se alegró de verme, también mi vecina Inés, se alegró, tanto que no tardamos mucho en tener un noviazgo de esos trepidantes y apasionados.

Pero pasados un par de años, de nuevo se trunca mi felicidad, una llamada de la madre de Valeria, una amiga que tenía en Argentina, donde había pasado una temporada. Habíamos sido muy amigos, y hasta habíamos tenido alguna noche de pasión, sin llegar a tener una relación amorosa. 

Había muerto en una accidente.
Se me vino el mundo encima.
Cuando su madre me relataba el suceso, yo, mientras recordaba cada palabra, cada carta, cada vez que nos habíamos dejado dinero uno a otro o nos habíamos refugiado el uno en el otro, cada vez que sufríamos alguna decepción en la vida.

Pero su madre seguía hablando, Valeria ha dejado un hijo de 4 años... ¡qué!, ¡no puede ser que Valeria tenga un hijo! me lo habría contado, ¡cómo va a ocultarme Valeria que tenía un hijo! ¿por qué?

- Porque es hijo tuyo.
- ¡Queeeé! No puede ser, me lo habría dicho, nunca me hubiera ido de su lado.
- Pero ella lo quiso así, no te quería como amante y marido, te adoraba como amigo, pero ella no estaba enamorada de tí, ni tu de ella...
- ¿Seguro que es mi hijo?
- Eso es lo que ha dicho siempre...

Viajé a Argentina, pensando que tendría que asegurarme de que era mi hijo, y no una estratagema de Valeria, sabedora de que cuidaría del niño con toda mi alma, y quizás temerosa de que no lo hiciese si no fuese mío. Pobre, en realidad, solo con saber que era hijo de Valeria, le habría dado toda mi vida si hacía falta.

Cuando vi al niño, no hizo falta hacer prueba ninguna. Era mi viva imagen.

Criar y sacar adelante a ese hijo, me retuvo en Argentina unos 17 años, se me hacía imposible regresar a España. Siempre había algo que no podía esperar, alguna cosa que no podía delegar en nadie. 

Cuando mi hijo pudo valerse solo, decidí volver al pueblo que añoraba cada día. A pesar de la imagen de cobarde, que persistía en mis compañeros de infancia, exceptuando a Mario y a Inés (Inés del alma mía), al final no la quedó más remedio que casarse con Mario, que fue quien estuvo a su lado cuando me fuí. Eran esas cosas irremediables del destino, tenían una hija de 16 años, Laura. Yo la conocía por fotos. Y un hijo de 13, Miguel.

Tenía muchísimas ganas de verles.

Cuando regresé, me recibieron con la alegría de siempre, como si no hubiese pasado el tiempo. No obstante conocían cada suceso de mi vida, y yo de la suya.

Al ver a Inés, sentí momentaneamente un sentimiento de pérdida irreparable, pero al ver a Mario tan orgulloso de su mujer y de sus hijos se me transformó en un sentimiento de cariño  inmenso.

Años de incidencias en el continente sudamerícano, por las llanuras, las montañas, las selvas, los ríos etc, me habían convertido en una persona con una perspectiva muy diferente respecto al miedo y a la cobardía.

Pero en mi pueblo, seguía siendo el cobarde de siempre.

Un día el hijo de Mario e Inés, llegó corriendo al pueblo al anochecer y con los truenos y relámpagos que presagiaban una gran tormenta enturbiando la tenue luz del ocaso.

Laura y Marta, estaban con Miguel en el bosque, y de pronto, oyeron un aullido, y se asustaron, Marta se torció un tobillo, y Laura se había quedado con ella en la cueva del Peñón.

Eso no era lo malo, esa cueva siempre se inundaba si había una fuerte tormenta, en todo caso, ese no era el único peligro, aunque no lloviese lo suficiente, la población osera de la zona, se había recuperado lo suficiente como para ser un peligro en esa época del año.

Cuando se quiso organizar un grupo de búsqueda, era noche cerrada, la lluvía era torrencial, y la gente no se atrevía a intentar un salvamento, pues el bosque en esas circunstancias, era imprevisible, la oscuridad y la lluvia, hacían que la gente se extraviase con facilidad, y por aquellos riscos acechaba la muerte en cada acantilado... el grupo de búsqueda se detuvo al pie del bosque, pensativo, decidiendo esperar al grupo de rescate de la Guardia Civil, pero no había tiempo que perder. Mario estaba en estado de shock.

No había tiempo, cogí la linterna de manos de uno de ellos y me fuí solo al bosque.

Estaba muy oscuro, pero era mi bosque, con mis ruídos, con mis rincones y con mis recuerdos. Los sonidos que de niño me asustaban, eran ahora muy familiares para mí, incluso les echaba de menos, cuando no les tenía cerca.

La lluvia se hizo muy fina, pero tenía poco tiempo antes de que se llenase la cueva, es más, temía que era demasiado tarde, así que corrí por entre las peñas, olvidando el peligro que había bajo mis pies, olvidando a los lobos, a los osos y a todos los animales que parecían revivir con la lluvía... 

Cuando llegué, estaba tan oscuro, que no se vía nada, pero antes de llegar a la entrada de la cueva, mis pies se empaparon, el agua estaba muy por encima de la entrada, sin duda en aquel lugar, la tormenta había descargado con más intensidad.

Esta vez, me estaba entrando... no miedo... pánico, ante la posibilidad de la muerte de las chicas.
-¡LAURA! -grité.
 Y al rato oí una voz apenas audible. Deduje, que Laura había previsto la inundación de la cueva, y había logrado encaramarse por la montaña arriba, por entre aquellos matorrales impenetrables. Nadé por el torrente, apenas pude llegar a la orilla, por suerte dí con la rama de un árbol y me así a ella. Seguí el sonido de su voz...

- "¡Estamos aquí!" "¡ya voy!" -repetíamos uno y otro. 

En la oscuridad, me abría camino entre matorrales y zarzas, la sangre recorría mis brazos y mi cara, de tanto arañazo como tenía, y no paraba de imaginar el esfuerzo de Laura y Marta con el tobillo maltrecho, para ponerse a salvo.

Al fin las encontré, estaban ateridas de frío, y yo más o menos igual, empapados nos sorprendió el amanecer. La humedad de la tormenta, había dado paso a un niebla intensa, era muy peligroso regresar así, pero el riesgo de hipotermia nos hizo arriesgarnos a regresar.

Fue una odisea, teníamos heridas por todo el cuerpo, ya muy golpeado y magullado. Marta apenas permanecía consciente y el tobillo se había hinchado de forma desmesurada.

Cuando oímos a la gente llamándonos, gritamos con todas nuestras fuerzas, enseguida nos facilitaron mantas y ropa seca, y nos llevaron en volandas al pueblo. Donde se vivía un drama de total desesperanza por parte de los padres de las chicas.

Nuestra llegada, supuso tal alivio, que el día se tornó en una fiesta.

Si alguna vez en mi fuero interno, había tenido miedo de traer a mi hijo al pueblo para que no supiese de mi fama de cobarde, creo que al ver las caras de la gente que me daba las gracias y encumbraba mi acción, se me abrió la posibilidad de presentarle a mis mejores amigos.

Hechos puntuales nos marcan de por vida, y si de niño preadolescente, tuve miedo irracional del bosque durante el día. Apenas pensé en el miedo cuando me introduje en el bosque en plena noche de tormenta. 

A toro pasado parece una insensatez lo que hice, pero si pasase hoy de nuevo, volvería a olvidarme del miedo, tal fue la satisfacción, de ver la cara de alivio y alegría en mis amigos Mario e Inés (Inés del alma mía). 

Menos mal que la gente no sabe que sigo teniendo muchos miedos, miedos a la incertidumbre de lo que me deparará la vida en los años venideros, aunque, luego, cuando llegan los peligros, de nuevo vuelvo a olvidarme del miedo, como si el simple hecho de que la gente te tenga por valiente, te haga creértelo de tal forma, que de verdad lo seas. De la misma manera, que si la gente te llama cobarde, realmente te acabe convirtiendo en un cobarde.