Desde hace tiempo tengo pendiente hablar de mi estancia en la dehesa "La Cenia".
En 2001, me llamaron por tfno. para preguntarme si podía trabajar para una empresa que se llamaba "Valles del Esla". El trabajo consistía en hacer los silos de maíz en el suelo de la finca.
Los camiones llegaban descargaban el maíz picado y yo, con un tractor con pala, tenía que colocarlo y pisarlo para que sirviese de alimento todo el año para bueyes.
En principio solo era estar unos días para hacer eso, que más o menos es lo mío, pero me ofrecieron hacerme cargo de la finca y de los bueyes que estarían allí. Y acepté, estaría yo solo, en una finca de 150 Has, para mí solo, con gamos corzos y demás.
A los pocos meses me llevaron un cordero. Recuerdo el primer día, estaba blanco inmaculado "yo creía que la lana de las ovejas era amarilla, y cuando lavé a este con Norit, se quedó blanco, blanco..." me dijo la ¡veterinaria! que lo trajo. ¡Ja! ¡blanco!, lo que más le gustaba a "Talibán" (le puse ese nombre), era frotarse el lomo contra los tubos de escape de los camiones. A los dos días estaba más negro que el jabalí.
"Talibán" era como un perro, venía siempre a mi lado, corría detrás de los gamos y hasta les mordía en las patas traseras. Viaje que daba yo con el tractor y el carro mezclador
Un día, recibí la visita de la veterinaria, paré el motor del tractor, me bajé y charlé con ella un rato. Volví al tractor, arranqué y me fui, pero claro, "Talibán" se había refugiado del sol justo delante de la rueda del unifeed o carro mezclador, le dejé como una pasa. ¡Caldereta! pensé, pero la veterinaria estaba allí ese día, así que pregunté que es lo que hacía con el -Entiérralo- me dijo. ¡Qué desperdicio!, los siguientes días le echaba de menos, incluso me volvía de vez en cuando porque había adquirido la fea costumbre de envestirme y amocharme el culo a traición.
Por Navidad volvió la veterinaria, que se iba de vacaciones y tenía que dejarme el perro en la finca, que no le podía dejar solo en el piso. ¡Será mentirosa!, no solo me dejó el perro, que no volvió nunca más con ella, sino que me dejó un rayón, un jabalí pequeñajo y de mal carácter, que tuve que encerrar, en un caseto.
Del perro ni me preocupé, era un labrador negro y se escapó de la finca a las primeras de cambio.
El jabalí, estaba encerrado. Todos los días yo le daba leche de tetra brik, mientras la bebía tenía que sujetar el plato, porque le gustaba tirarla al suelo. Un día les pedí más leche a los veterinarios, y van y me dejan un pack de seis en la caseta del jabalí, ¡pero dentro! y con un saco de pienso para los perros... ¡fuá!, el pienso estaba esparcido por toda la caseta, el trozo más grande del saco era menos que mi uña, y la leche... la leche la bebió toda, cogía los tetra brik por el medio, mordía, empinaba el hocico, y para la panza.
Con el cabreo, le dí la libertad, le saqué de la caseta y dije que se había escapado.
Si el cordero se había portado como un perro, el jabalí igual, venía siempre a dos metros de mí, aunque no me dejaba acercarme más. De vez en cuando se quedaba en los comederos tan tranquilo por la parte de dentro, donde no le molestaban los bueyes. Me hacía mucha gracia ver como se aficionó a cazar ratones y ratas, como iba siempre entre los bueyes al bebedero.
No pesaría más de 40 kilos la primera vez que dejó de correr delante del mastín para correr detrás. En la primera envestida que le dio al perro (León), le hubiese matado de haber tenido ya colmillos.
Mi mayor diversión era despertarlo, se adormecía en el centro de los pasillos, y yo siempre iba en silencio y le asustaba, se ponía como loco, le fastidiaba hasta tal punto, que optó por taparse con hierba totalmente, de manera que yo nunca sabía dónde estaba, y las pocas veces que me topé con el en esta situación, le faltó poco para atacarme.
En la finca estaba yo solo, pero venían de vez en cuando otros trabajadores. Decían que el animal era como yo, porque ellos habían criado uno enorme, que nada más verte ya venía a tocarte la mano con el morro para que le acariciaras (claro una vez que se fue al pueblo más cercano se acercó a la primera casa, y fue directo a la primera persona que vio para que le acariciase, y lo que recibió fue un tiro) el mio era más listo, no se dejaba tocar ni loco.
No despertaba simpatía a nadie, había roto toda la valla que estaba al lado de la carretera de Cistierna, y eso que por ese lado medirá un kilómetro y medio. Se había zampado todas las crías recién nacidas de los corzos, no quedó ni una...
Pesaría unos 45 kilos cuando desapareció para siempre, yo no pregunté, y el hecho de que nadie preguntara, me hizo entender que se lo cargaron entre todos sin decirme nada.
Solo me quedaban recuerdos, el suelo de la caseta, en el que solo quedaban los hierros del forjado, pues había levantado todo el cemento.
Luego tuve una lechuza, que tuvo la mala suerte de caer en el barrizal pastoso que formaban los bueyes con las lluvias. El lodo cubrió sus alas y no podía volar, tuve que bañarla, me picaba sin miramientos, me costó varios baños y unos cuantos días que sus plumas se limpiasen del todo y pudiese volar de nuevo, durante esos días se pasaba el tiempo en la sombra, entre las encinas, que en mi pequeño recinto las ramas tocaban en el suelo.
Un día le quité un conejo a un gato montés, no lo tuvo entre sus garras ni un segundo, pero no pude salvarlo, lo destrozó, así que se lo devolví, pues la gata montés tenía tres crías en una pequeña meda de paja que tenía de grandes fardos de 200 kilos. Me hubiese gustado que los gatos monteses se dedicasen a las ratas y dejasen en paz a las tórtolas y a los conejos, pero era superior a sus fuerzas. De todas formas, fui recogiendo una por una las tres crías de la carretera atropelladas por los coches.
Vista la naturaleza en silencio, uno termina por comprender que la vida no vale mucho para los animales silvestres. Los grajos y cuervos se comían los pichones de torcaz, el jabalí se comía los corzos recién nacidos, el gato montés se comía las tórtolas y los conejos, águilas y milanos terminaron con todas las liebres, los furtivos mataban de vez en cuando algún gamo que yo encontraba sin cabeza, los días de nieve terminaban con la vida de los terneros todavía sin castrar, el gamo dominante mataba siempre a otro en el celo, y Rubén pasaba por encima del cordero con el tractor, y eso que "Talibán" había esquivado miles de ruedas de camiones.
Lo del burro ya lo conté en su día.
Un día un lobo venía perseguido por cazadores, y mientras pasó junto a la valla, los bueyes se pusieron como locos, lo cual me extrañó, pues normalmente ni se inmutan por un lobo solitario, quien sabe, a lo mejor no eran los lobos los que asustaban.
Para mí fue un placer trabajar allí durante tres años, la tranquilidad de estar solo, de disfrutar de los animales, de recoger setas de cardo a placer en temporada y sin competencia, de ver las crías de corzo recién nacidas, de escuchar los berridos del parto de los gamos y corzos, lo cual es poco habitual, de sentarme en un cepo y ver los gazapos salír 20 centímetros debajo de mis pies a tomar el sol, ver al amanecer como regresaba el gato montés junto a sus crías, con sus andares saltarines y felinos, como si fuese un pequeño lince, en la luz del amanecer era espectacular verle cazar las tórtolas.