Estaba Macario acariciando a la pobre burra, enferma desde hacía tiempo. Ni sabía los años que tenía, la compró cuando todavía no habían nacido las gemelas, y Juan era un renacuajo, y las niñas tenían 16 años y Juan 20, así que por ahí andaba la edad. Nunca se molestó en contar los años. Se moría y después de todo lo pasado juntos, le daba pena. Sabía que tenía que sacrificar al animal para que no sufriese más, pero no se decidía.
Ensimismado, no vio llegar al hijo del tratante de ganado, que ni mucho menos era de su gusto, le toleraba solo por ser hijo de un hombre que era su amigo desde siempre.
El hijo del tratante, mofándose de Macario le dijo:
- A qué tanto pensarlo, si no es más que una burra vieja, lo que pasa es que te falta valor. Si te atreves a matarla ahora mismo, te pago lo que vale.
Macario, viendo provecho en un acto que odiaba, pero que era inevitable, se decidió por fin, y de un fuerte mazazo segó la vida de su querida burra.
- Ahora, ¡págame!
Pero el hombre se reía sin parar.
- ¡qué te pague! ¡Toma! - Y le lanzó unas míseras monedas--si no vale nada, da gracias que te doy esas monedas.
Macario, con las manos temblorosas y los ojos enrojecidos, dejó de mirar a ese hombre despreciable, no le salían las palabras, se agachó y siguió acariciando a la burra, como si aún siguiese viva.
Con el alboroto, salió María, su mujer, al ver lo que había ocurrido, la sartén que tenía en la mano cogió impulso, y terminó el sartenazo en la cara de Macario, que quedó sin conocimiento. Como quiera que el causante seguía riendo. Juan, el hijo, entró por la escopeta, y el hijo del tratante puso pies en polvorosa.
Lo sucedido corrió de boca en boca. Sabiendo como sabía la gente del aprecio que esa familia tenía por el animal, algunos no podían creer lo sucedido.
Las gemelas llorando, reanimaron a su padre, que tenía la cara totalmente hinchada y amoratada por su lado izquierdo.
Entre Juan y Macario, arrastraron el cadáver hasta el olivar, allí, hizo volver a su hijo a la casa, y se pasó la noche picando el terreno duro y seco. Enterró a su burra entre los mismos olivos que habían compartido durante 20 años.
Al amanecer, sucio, molido y abatido, se enganchó a la noria e hizo de animal, llenó el aljibe, y se bañó. Tiritando por el fresco de la mañana, entró en la cocina. María, sin dormir, tenía la mesa aún preparada. Sacó la comida de la chapa, y se la puso delante. Apenas era capaz de llevarse, Macario la comida a la boca, así que María, le dio de comer, y le acariciaba con compasión, le dolían a María como si quemasen, las lágrimas que surcaban el rostro de su marido.
A la mañana siguiente, las monedas seguían allí tiradas, nadie las quería.
Un vehículo con remolque se detuvo a la puerta, no venía el hijo del tratante, sino el viejo tratante, el amigo. Con 82 años, le tocó avergonzarse de su hijo. Bajó una burra joven del remolque, su propia burra, adquirida recientemente, y la introdujo en el corral de Macario. Al pasar sobre las monedas, las pateó y se esparcieron aún más. Se acercó a Macario y le abrazó como a un hermano, pues así lo consideraba. Antes de marchar, abatido, miró a María, ésta le tranquilizó con la mirada. Al pasar junto a Juan, además le puso en las manos el dinero equivalente al valor de un caballo.
... Y por eso, queridas sobrinas, están ahí esas monedas, porque no las quiere nadie. Contaba Juan. Forroñosas, malditas, llevan escrita la humillación injusta e inoportuna a un hombre que amaba su compañera de trabajo.